LXXIX – The Mayor of Macdougal street
Dave van Ronk es de esas cosas que descubres un día por casualidad, pero a las que no haces mucho caso. Cosas que no parecen calarte demasiado hondo cuando te cruzas con ellas, pero que que quedan ahí, sumergidas, durmientes, sabiendo que irremediablemente volverás a ellas.
Byung-Chul Han, filósofo, habla, en su libro “La Salvación de lo Bello”, de como la belleza necesita de la ocultación. De como la belleza no se encuentra en lo evidente, inmediato o fácil de aprehender. Lo verdaderamente bello necesita de la reflexión, de un esfuerzo por nuestra parte, un esfuerzo que va más allá de lo físico o lo meramente intelectual; “un esfuerzo de silencio”, en sus propias palabras. Me gusta mucho cómo habla de ella y de su lugar en el mundo actual. Un mundo de hiperexposición, de sobresaturación de todo tipo de estímulos visuales y auditivos. Estoy de acuerdo con él en que la belleza, la verdadera, la que perdura, tarda en aparecer y requiere de una introspección por nuestra parte, difícil de encontrar en estos tiempos. Como también creo, y esto es más cosecha propia, que no puede existir un imperativo compartido de belleza, porque su percepción, el sentimiento que nos produce, es tan personal como la capacidad de cada uno para alcanzarlo. No se la puede proyectar sobre un objetivo práctico, su propia naturaleza la convierte en algo elusivo, en una realidad que está fuera del alcance de propósitos o destinos. Es libre, esquiva y transita en el espacio inconsciente de las más íntimas pasiones humanas; puede que también de las no humanas, quién sabe.
Para mí, la música de Dave Van Ronk cumple con estas condiciones. Es algo que puede bien no llegarte la primera vez que lo escuchas. Su voz suena extraña, en ocasiones tosca o forzada, y el blues que rezuman todas sus canciones puede que no sea para todos los momentos. Como en tantas otros casos, creo que su música necesita de una escucha paciente y, por qué no, esforzada. Lo que no le quita mérito ni lucidez, en absoluto. Al contrario, como decía hace un momento, esa necesidad oculta por la belleza hace de su forma de tocar y cantar algo especial, algo velado y exquisito que, casi siempre, entra dentro de esa categoría tan difusa que orbita en torno a la idea de lo que es bello. Bello por necesidad.
Es una opinión personal. Una experiencia, personal también; todas las experiencias lo son, aunque puedan compartirse; la experiencia solo se vive desde dentro, lo demás es literatura. Llegué a Dave van Ronk rebuscando en los orígenes de Dylan, y la primera vez que lo escuché no supe o no quise darle la importancia que hoy creo que merece. Lo olvidé. Olvidé su música al menos. Aunque el nombre del personaje persistió, hasta que pasado un tiempo, después de ver “Inside Llewyn Davies”, de los hermanos Cohen, me puse a investigar sobre la historia y apareció de nuevo su nombre, esta vez con letras más grandes y envuelto en la bruma del malditismo que abunda en la película.
Si no habéis visto la película, vedla. He oído de todo, pero a mí me gustó mucho. La actuación de Oscar Isaac es impresionante, sobre todo porque toca y canta él todo lo que sale. Y además lo hace muy bien, dándole su propio estilo, haciendo sus propias versiones de algunas de las canciones más clásicas del folk. Un ejemplo es este “Shoals of Herring” (echad después un vistazo a la versión de Luke Kelly, por ejemplo, y veréis de lo que hablo), que le canta el personaje a su padre, y que te pone todos los pelos de punta. De punta, pero bien. De punta de ganas y de melancolía. De hecho, Isaac se fue a ver a Dave van Ronk para preparar la película, y este le dio una máster acelerado en música folk y otros estilos afines, del que ha hablado en muchas entrevistas, por cierto, lo que terminó por darle a toda la película el aire raspado y azul de nuestro protagonista hoy.
La historia de Llewyn Davies, un músico inventado por los Cohen, es en realidad una interpretación de las memorias escritas por el mismo Dave van Ronk, “The Mayor of Macdougal Street”, apodo con el que se le conocía en el ambiente folk del “Greenwich” neoyorquino. Y una interpretación mucho más triste, por cierto. El libro nunca es triste, la verdad. Es el que estaba leyendo hace un par de meses cuando os mandé algún pasaje que hablaba del origen de la canción “The House of the Rising Sun”, y que comentaremos más adelante. Un libro especial, puede que no una obra maestra literaria, aunque esté escrita con estilo y una prosa cuidada y culta, pero sí una pieza increíble de memoria musical y social, a través de la cual, Van Ronk nos va contando cómo pasó del Jazz y el Blues al mundo del Folk, haciendo un recorrido por algunas de las épocas más importantes de la música americana, y por ende, de su sociedad. Si algo me ha sorprendido, es la ausencia casi total de menciones al mundo del rock. Es como si no existiera. Y no es una queja ni una crítica, al contrario, se agradece, porque te saca de todo lo que crees que sabes y te transporta a un mundo nuevo, un mundo tan importante o más que los grandes hitos de la música Rock y Pop, pero que siempre ha pasado con más reserva, con la humildad y el sigilo que caracteriza a géneros menos grandilocuentes de la música popular.
También os lo recomiendo. Desafortunadamente, solo está en inglés, y ese habla que se gasta el Ronk, mezcla de inglés culto con la jerga de cada época, hace que haya que tirar de diccionario más de lo que uno esperaría. Pero es igual, si te gusta la música, se disfruta mucho ese recorrido histórico musical social de casi cuatro décadas. Y es que empieza su historia pronto, porque el Alcalde nació en el treinta seis y cogió la guitarra siendo un adolescente. No estaba predestinado a eso de la música, o eso cuenta, sin influencias familiares de ningún tipo, ni amistades que le predispusieran a meterse en semejante berenjenal de por vida. Comenzó siendo un autodidacta, pero pronto se dio cuenta de que si quería dedicarse a ello, necesitaría aprender, aprender en serio. Desde bien temprano demuestra una tenacidad y un gusto por profundizar, que te dan una idea de lo que diferencia a un músico, o artista, por definición, de otro que no lo es más que circunstancialmente. Cuenta como tomó clases de Jazz y Blues de figuras sumergidas de la época, a las que envuelve en un halo de leyenda, a pesar de que me ha sido imposible encontrar mención alguna de muchas de ellas. No le acuso de inventárselo, nada más lejos, creo que es un aliciente la biblioteca, o mejor dicho, atlas musical, que fue su vida, y como es capaz de recordar y presentarte a personajes que en su tiempo fueron leyendas vivas, y de los que hoy no queda apenas nada más que ese recuerdo escrito por él. Habla mucho de los comienzos de su “carrera” en el parque de Whasington Square, corazón musical del Greenwich Village de entonces, donde se juntaban todo tipo de músicos a tocar, con mayor o menor éxito de público, generalmente en la misma calle, entre ellos y el público fiel de amigos y aspirantes, pero también con algunos conciertillos, organizados algunos, a la limón, por los mismos que allí tocaban.
El libro navega en esas décadas en las que el Blues había quedado prácticamente olvidado, después de su primera explosión a principios de siglo, y donde el Jazz tampoco era lo que había sido antes de la guerra, habiendo sido sustituido como género absoluto por nuevos ritmos y músicas más populares, no muy del agrado del autor, a tenor del poco caso que les hace. Es una maravilla como va pasando de década en década de la historia de Estados Unidos, casi siempre desde el barrio bohemio de Greenwich en Nueva York, su hogar durante cuarenta años, hasta su muerte. Como te guía a través de géneros y tendencias, en una interpretación de la vida puramente musical, aunque en un tono cercano y ausente de toda melancolía y todo reproche. Y es que si hay algo que también resaltaría del libro es precisamente el tono de memoria distante con el que está narrado. Hay nostalgia en lo que dice, pero la justa y necesaria, sin penas ni rabias, sin refocilarse en ella. Como le oí decir hace poco a un escritor español actual, razonablemente joven: “la nostalgia es un sentimiento muy chungo para un escritor”. Y tiene razón. La distancia es fundamental para narrar. Con Dave, en todo momento observas esa distancia, aunque esté narrando su propia vida, y siempre tienes claro que es un hombre profundamente feliz con las decisiones que ha tomado; supongo que porque, al contrario que muchos de nosotros, las tomó a sabiendas y contra las apariencias de la corrección. Tampoco tiene reproches para nadie. Si tiene que contar alguna jugarreta recibida, la cuenta, pero tampoco ahonda en ella, sin más. No hay inquina, no hay odios ocultos o cuitas sin resolver. Te das cuenta de que el tío ha vivido un vida llena de momentos duros, otros menos duros, sobre todo al final, una vez lograda cierta fama, y muchos, muchísimos muy buenos, y ni se arrepiente de nada ni echa culpas de nada a nadie. Su vida es la que ha sido, porque así la ha querido vivir. Eso es otra cosa por la que el libro merece mucho la pena. Hay mucha sabiduría en él, y no solo musical.
No puedo contarlo todo aquí. Es una obra densa, narrada con mucho acierto, tranquilidad y orden, pero llena de vivencias, nombres (sobre todo nombres; la cantidad de músicos que nombre es abrumadora, conocidos y no conocidos) y situaciones de todo tipo. Un buen resumen sería decir que es la vida de un tío que quiso ser músico y nada se lo impidió, ni siquiera el hambre o la necesidad, y que además puso todo su empeño en perfeccionar su estilo, siendo un purista, pero no cediendo nunca al dogmatismo o los radicalismos de cada época. Esa vena purista es la que, entre otras cosas, según él, le dejó fuera de la élite comercial. No hay que entenderlo mal. No se queja. En todo caso, se llama la atención a sí mismo en tono irónico, como queriendo decir que si hubiera sido más flexible, quizá estaría más cerca de “Mr. Tambourine Man” en el imaginario colectivo y comercial. Ni siquiera se culpa a sí mismo por ello. No hay acritud. Como tantos otros durante el “Folk Revival” de los sesenta, del que salieron los Dylan, Mitchell, Ochs, Mitchell, Cohen, Baez, etc., él también tuvo su ración de seguidores que le permitieron obtener tener el reconocimiento que merecía y, por fin, una vida razonablemente acomodada, todo ello sin abandonar la música. Pero sí deja entender que habiendo sido un poco menos “especialito”, siempre conservando sus raíces jazzísticas y, sobre todo, blueseras, podría haber logrado mucho más. De nuevo, ninguna queja, lo cuenta como cualquier otra cosa, como alguien más que satisfecho con lo que ha logrado, pero lo cuenta, y eso está bien.
Y no es para menos. ¡Qué vida! Ni lujos ni grandes escenarios, áspera en ocasiones, pero vivida a tope, incluso cuando tenía que embarcarse y pasarse meses en el mar, todo queda envuelto de ese hilo de nostalgia sana y asumida del que hablábamos. Su repaso sosegado de una vida dirigida solo por el afán de lograr un cosa: ser músico y vivir de ello, logra que te replantees tus prioridades, si no toda tu puta vida. Dice algo, a mitad del libro, como de pasada, pero que se me ha quedado grabado. No son sus palabras exactas, pero viene a decir que siempre hubo dos tipos de músicos en el Village, los que estaban allí, pero de pasada, por experimentar, sabiendo que en algún momento lo dejarían por un trabajo estable y una vida de familia; y los que, como él, solo querían hacer música, costara lo que costase, aunque tuvieran que seguir durmiendo en sofás ajenos y comiendo una comida al día durante toda su existencia. Volviendo a la película de los Cohen, eso es algo que narra muy bien y está casi calcado del libro. Esa sensación de indigencia e inestabilidad constante, aunque falla en mostrar la felicidad que destila el libro, el sentimiento de libertad profunda que da vivir al minuto, sin más planes que tocar y tocar, dónde fuera y cómo fuera. Satisfacción, eso es lo que te queda, satisfacción por el camino bien hecho.
El mote de “El alcalde de Mc Dougal Street” le viene de la época posterior al resurgimiento del folk, cuando Dylan ya lo había reventado y las grandes discográficas buscaban desesperados la siguiente estrella del folk. El Greenwich Village, que siempre había sido un barrio bohemio, musical en gran medida, se convirtió en el centro de ese movimiento, y Van Ronk, como uno de sus más viejos inquilinos, en su principal exponente. Al menos para los que vivían allí y los entendidos, entre ellos Dylan. Y eso, a pesar de que, como decía, nunca conoció la fama comercial de otros discípulos suyos. Discípulos, lo digo bien. Aunque en el libro no hable así, está claro que era un ejemplo para los jóvenes que llegaron en los sesenta al barrio, buscando ganarse la vida tocando. El mismo Dylan llegó a decir, en esa época en la que todavía no era un fenómeno a nivel mundial, que todo lo que quería en la vida era llegar a ser Van Ronk. Y después, ¡boom!
Dave van Ronk habla mucho de “Bobby”, como le llama, hacia el final del libro, de sus años en el Village y de la influencia que tuvieron en él. No parece particularmente cercano al de Duluth, Minnesota, aunque lo hace con cariño, no habla de él como de un amigo presente, más como de un viejo conocido, cercano, pero nunca realmente íntimo, a pesar de compartieron años y años de música en el submundo de Nueva York. La diferencia de edad era considerable, eso es cierto. Habla mucho de él, mucho menos de lo que me esperaba al empezar el libro. No aparece hasta el último cuarto, y no lo ocupa todo, da la misma importancia a muchos otros, de menor nombre y repercusión. Siempre es justo con Dylan, eso sí. Le pinta como un tipo raro, genial en lo que tiene que ver con la música y la composición, pero raro. Perseverante como ninguno; hay una anécdota de como estuvo visitando día tras día a Woodie Guthrie (el gran exponente folk del siglo XX, que tendrá su paja, en un futuro) en el hospital, antes de su muerte, que da muestra de su tesón, cuando no cabezonería. Sin embargo, siempre te queda esa sensación de que se trataba de alguien raro. Alguien que tenía un fondo que no era fácil de interpretar, introvertido y, esto es una interpretación personal, algo taimado. Es la impresión que te deja. Y parece que con el incidente de “The House of the Rising Sun”, que se explicaba en los cortes que os mandé, la relación, nunca de una amistad profunda, terminó de distanciarse. Y aún así, como decía, lo pone de genio. A él, a Baez, de la que dice que cuando la oyeron cantar, se quedaron petrificados; a Jonni Mitchell, la mejor compositora de todo ese movimiento, según él; y de tantos otros, como Phil Ochs, Tom paxton, Patrick Sky, y tantos otros. Siempre tiene algo bueno que decir, un toque de admiración, aunque sepa ser crítico cuando toca.
Deja un espacio muy importante en toda la historia para el Blues. Estilo que le fascinaba, se ve bien en todas sus canciones, y para el que acabó jugando un papel de cierta relevancia, como uno de los propiciadores del resurgimiento del blues en la segunda mitad de siglo. Él, acompañado de algunos amigos, fueron los que sacaron del ostracismo a músicos hoy esenciales en la historia del blues, como Mississipi John hurt, del que habla largo y tendido, en primera persona, como un buen amigo; Scrapper Blackwell, Lonnie Johnson, Brownie Mcgee o el mismo John Lee Hooker. Yo no tenía ni idea de que la mayoría de ellos había dejado la música hacía tiempo y andaba perdido, bien en su sur natal, bien desempeñando trabajos de poca monta, como Lonnie Johson, hasta que el Ronk y amigos se propusieron sacarles del ostracismo. Y de esa manía por encontrar a viejas leyendas del blues, acabó produciéndose ese segundo advenimiento que los convirtió en estrellas. Y hasta hoy, cuándo muchos de ellos son mitos, vivientes o no.
“The Mayor of Macdougal Street” es, en resumen, un relato vital de un artista superlativo, en lo musical, pero casi más en lo vital, que se hunde con saña en las llagas de la vida moderna. Vida en la que hay poco sitio para la bohemia y los propósitos a toda costa, a pesar de todas las tormentas. Dave van Ronk no llegó a publicar e libro en vida, desafortunadamente, el cáncer le mató antes. Tuvo tiempo de sacar un último disco, o concierto, no recuerdo bien, con la ayuda de amigos y músicos, y así poder pagar el coste de su tratamiento. El prestigio en el arte rara vez va asociado a beneficios pecuniarios. Lo que me lleva a la reflexión inicial, ¿si se busca la ganancia económica, sigue siendo arte? ¿Sigue representando la belleza que todo arte debería representar, exprimir, destilar?
Es un libro póstumo, por tanto, editado por su mujer, ayudada una vez más por amigos y conocidos, quizá por eso haya pasajes que resulten más áridos, que se sientan menos narrados, menos completos. Puede que aún le quedará mucho por pulir. A mí queda esa duda. Leyendo las últimas páginas, más emocionado de lo que hubiera esperado al empezarlo, me preguntaba que hubiera sido del libro de haber seguido vivo el autor, de haber tenido tiempo para refinarlo como es debido. Qué hubiera sido de un relato así si hubiera caído en las manos de un editor con la suficiente visión para comprender la magnitud de la historia que se cuenta. Siendo lo que es hoy, no tiene nada que envidiar a una obra como “On the Road”, de Kerouac, o a un “Factotum”, de Bukowsky, salvando las distancias argumentales. Es más, creo que la base musical del relato y el carácter realista y ecuánime del autor-narrador, le aportan un peso del que carecen las obras de gigantes geniales y narcisistas como Kerouac y Bukowsky. No quiero confundir a nadie, admiro profundamente el Realismo y el Realismo Sucio americanos, aunque Kerouac y Bukowsky no sean mis dos preferidos, pero creo que Dave van Ronk, sin ser escritor, alcanza un nivel narrativo muy cercano al de cualquiera de ellos. No me da pena. Ni rabia. A su autor no se la daría. No creo que Dave van Ronk se arrepintiera nunca de nada de lo que había hecho en su vida.
Un último apunte. Un detalle del libro que me rompió los esquemas. No soy músico. Lo fui, una época, muy corta, pero eso es todo. He aprendido de música al leerlo, no mucho, porque ya he dicho que no soy músico y muchas veces no sabía ni de lo que hablaba, pero algo se me ha quedado. Tampoco he sido nunca particularmente amigo de las versiones. Es más, he criticado muchas que rompían con la pureza de la composición o interpretación original. Lo reconozco. No estoy orgulloso de ello. Ya no lo estoy. Nunca debí estarlo. Como dice este gran hombre que fue, y que es, Dave Van Ronk, qué sentido tiene componer una canción, sino puede ser tocada y reinterpretada por otros músicos. No gratis, se entiende. Cierto que él se consideraba más un intérprete que un compositor —le chirriaba especialmente el término “cantautor”; y me alegro—, y que se refería más específicamente al mundo del folk, pero es una reflexión válida para cualquier estilo y variante del arte. ¿Qué hubiera sido de la música, de la escultura, de cualquier expresión artística, si no hubiera existido quién pusiera en entredicho los viejos dogmas, reinterpretándolos, atreviéndose a explorar nuevas formas y estilos de ver la música, la pintura o la literatura?
Además de las canciones que han ido intercalándose en mi diatriba, os dejo el último enlace. Es la mejor playlist de Van Ronk que he encontrado. No es mía; no había porqué, hay mucha gente que conoce mucho mejor que yo al personaje y su música. Dejo para una siguiente paja la discusión sobre la autoría de “The House of the Rising Sun”, que esta ya se nos ha hecho un tanto larga.